La luz de un proyector que deja ya no desemboca en una pared y se dirige directamente a la cámara, como tomándonos como pantalla, encegueciéndonos. La linterna mágica, el dibujito de una mujer que enjuaga y vuelve a enjuagar, como en loop, en un río, una prenda de vestir. Una oveja es degollada y sus ojos muertos bien abiertos miran al vacío, casi anticipándonos a su cercenamiento, como si tuviésemos en nuestro poder la navaja que blandía Luis Buñuel en Un perro andaluz. El ojo-animal, el ojo-luna, el mismo ojo que nos mira y que ahora se convierte en la araña-Dios, quizás la misma de Detrás de un vidrio oscuro. Todas estas imágenes van sucediéndose hasta culminar en la de un escuálido niño que se levanta de una cama fría y se dirige hacia una figura borrosamente proyectada sobre una pantalla. La imagen va tomando forma y nitidez, hasta que reconocemos el rostro de una mujer. El niño sólo puede intentar acariciarla, no sabemos –ahora ni al final de la película- quién es esa mujer para él. Sólo vemos su anhelo, el intento de tocar aquel rostro y la misma impenetrabilidad tenaz del mismo.
La película en cuestión es Persona, y en ella Bergman plasmaba, como muy pocos psicoanalistas han logrado ese momento de despersonalización entre un terapeuta y su paciente, ese momento donde ya no sabemos si nuestros sueños son nuestros, o si somos soñados por la misma persona que está frente a nosotros. Pero Persona no es tanto (o, mejor dicho, “no es sólo”) una película sobre la locura, o la religión, o la otredad. Persona es una película sobre rostros, sobre el poder de un rostro, sobre lo que puede un rostro, sobre los límites de un rostro, sobre la eterna pregunta de si un rostro es justamente “uno”.
Aún considerando las genialidades de Bergman, tal como la muerte, o la existencia de Dios no son problemas que los haya empezado el sueco, tampoco lo es el asunto del rostro. Porque un rostro es mucho más que una cara, ni que hablar que una cabeza. Tal como dicen Deleuze y Guattari en Año Cero- Rostridad, “incluso humana, la cabeza no es forzosamente un rostro. El rostro sólo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional –cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está descodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro” (p.174). Lo que hace a una superficie un rostro (fíjense que ya ni estamos hablando de nariz y boca, caras humanas) es la conexión con otros estratos, como el de significancia y subjetivación. En este sentido, los rostros no quedan estancos como la mera materialización de la esencia –ese verso del “espejo del alma humana”- sino como un terreno perpetuamente sometido a disputas, a territorializaciones y desterritorializaciones, sobrecodificaciones, agenciamientos, gradientes.
El rostro en la Antigua Grecia todavía no había partido de los procesos de rostrificación que determinarían su forma en occidente. Era una máscara que en cierto punto todavía no se desligaba mucho del devenir animal del que suelen hablar Deleuze. Es recién con la religión cristiana que el rostro adquiere otro estatuto. “Dios nos creó a imagen y semejanza”, y nuestro rostro expresa la misma esencia divina. “La representación del hombre cristiano deja de lado la búsqueda de la armonía de las proporciones del cuerpo, a la que había llegado el arte griego, y se concentra, por el contrario, en la parte más interior de la apariencia exterior, en el rostro” (Jacques Aumont, El rostro en el cine). El rostro adquiere dimensiones, no sólo espirituales, sino políticas. La iconografía bizantina, con sus Cristos implacables, mirando hacia delante, con rostro severo es un modelo radicalmente distinto al Jesús crucificado, el Jesús bondadoso, ensangrentado, “pobré, el Jesús”. La frontalidad adquiere otro estatuto: Judas, el traidor, en La última cena, es el único que es captado de perfil, como si no quisiese dar la cara, como si fuera una foto de esas conocidas planchas policiales. Renacentismo, Clasicismo, Impresionismo, Expresionismo, Modernidad, Posmodernidad, el rostro no es tanto reflejo del mundo, sino campo de batalla en donde se libran las luchas ontológicas, disciplinarias e ideológicas de lo que se supone que es un hombre.
Es en estas circunstancias que sería ingenuo pensar que un agenciamiento como el cinematógrafo no generara sus propias transformaciones, sus propias líneas de fuga. Ante todo (y siguiendo uno de los principales puntos, por así decirlo, epistemológicos del cine, es decir, el de su “especificidad”), el cine es imagen-movimiento, y está en este último detalle lo que diferencia al cine de las demás artes. El cineasta Jean Cocteau dijo una vez, que el cine es el único arte o dispositivo que puede fotografiar a la muerte. Precisamente, es el tiempo la esencia última de la muerte, la capacidad de verla esculpir lentamente su obra sobre el rostro humano (como esas escenas en cámara lenta, o de adelante hacia atrás en su película Orfeo). Es el cinematógrafo lo que puede registrar una sonrisa. No una sonrisa en su estado último, sino en su proceso, en la explosiva e inconsciente complicidad de ciento y pico de músculos. “Si el rostro vale por dos rostros, superpuestos o fundidos uno en otro, es igualmente múltiple en un sentido muy diferente, ya que es capaz de expresar varios sentimientos a la vez. Hay una polifonía del rostro, porque éste expresa “acordes” de sentimientos, en el sentido musical de la palabra (…) el rostro cinematográfico puede decir varias cosas a la vez, ya que al actuar en el espacio y en el tiempo no está condenado a la linealidad de una escritura” (J.Aumont, p.85). Es con este último punto que a la particularidad de la imagen-tiempo, se le suma el otro punto de especificidad del cine –tomado de las artes pictóricas, pero transformado en algo completamente diferente- que es el del plano. Es a través del plano –y más que nada, a través del Primer plano- que el cine se distancia drásticamente del teatro. En el teatro, por cuanto se haga hincapié en algún aspecto cortante y fugaz del mismo, siempre está todo sometido a la puesta en escena. Con el montaje y el plano la cosa cambia y también las actuaciones. Hay algo inherente y obvio al plano, que es que el actor actúa mediatizado por la pantalla. A diferencia del actor teatral, que tiene que ser oído por una masa ligeramente heterogénea de personas colocadas a una distancia estimable del escenario, el actor es ayudado por los intertítulos –antes del sonoro- o por los mismos altavoces del cine. El actor ya no necesita declamar, puede murmurar, musitar, silbar bajito, porque el director nos muestra lo que quiere que veamos.
Sin embargo, pensar una equivalencia cine = verdad es una trampa en la que muchos han caído (una relación teatro/cine igual de equívoca que pintura/fotografía). Más allá de que el teatro puede y suele apoyarse en elementos analógicos más que el cine (“este árbol representa un bosque”; algo de lo que no suele hacer mucho uso el cine), el creer que el rostro queda simplemente en un registro de lo real, como si la fotografía fuese mera mimesis de la realidad, es puro artificio. Fundamentalmente, hay un cambio radical en el pasaje del cine mudo al sonoro. En el cine mudo el rostro, el primer plano estaba atravesado por fuerzas semióticas, cada gesto intentaba significar algo, los músculos estaban disueltos en una actividad constantemente significante (como ejemplo de esto puede citarse a La pasión de Juana de Arco, película de Carl Theodor Dreyer que ha sido incluida en este ciclo).
El rostro del cine hablado se domestica completamente a la voz. Los primeros planos son más fugaces, e intentan vehiculizar una emoción que va más allá del rostro, que es del cuerpo, o más que del cuerpo, del personaje. En el mudo el rostro tenía una especificidad inherentemente pictórica, como un fetiche, o como el Cristo icónico de las iglesias bizantinas. Algo que no simboliza, que es en sí mismo. Hay un quiebre entre realidad y representación, es algo que ya de por sí está produciendo. Con la palabra esto se quiebra y el rostro sencillamente se tiene que ajustar a la realidad o a las necesidades del tipo, sea Marlon Brando, sea Cary Grant, sea Audrey Hepburn, sea Marilyn Monroe. Los del Actor Studio, los discípulos del método Stanislavsky de teatro, no sólo trazan reglas sobre cómo tiene que expresarse un rostro, sino qué ropa debe usar el personaje, qué peinado, qué acento, qué pasado específico lo atormenta. El rostro sólo es un trámite, un eslabón más en la línea expresiva sobre el mensaje que se quiere emitir (ver los primeros planos más fugaces, completamente dominados por el diálogo del cine de oro estadounidense)
El rostro del cine hablado se domestica completamente a la voz. Los primeros planos son más fugaces, e intentan vehiculizar una emoción que va más allá del rostro, que es del cuerpo, o más que del cuerpo, del personaje. En el mudo el rostro tenía una especificidad inherentemente pictórica, como un fetiche, o como el Cristo icónico de las iglesias bizantinas. Algo que no simboliza, que es en sí mismo. Hay un quiebre entre realidad y representación, es algo que ya de por sí está produciendo. Con la palabra esto se quiebra y el rostro sencillamente se tiene que ajustar a la realidad o a las necesidades del tipo, sea Marlon Brando, sea Cary Grant, sea Audrey Hepburn, sea Marilyn Monroe. Los del Actor Studio, los discípulos del método Stanislavsky de teatro, no sólo trazan reglas sobre cómo tiene que expresarse un rostro, sino qué ropa debe usar el personaje, qué peinado, qué acento, qué pasado específico lo atormenta. El rostro sólo es un trámite, un eslabón más en la línea expresiva sobre el mensaje que se quiere emitir (ver los primeros planos más fugaces, completamente dominados por el diálogo del cine de oro estadounidense)
Pero todo esto es una trampa. Kulechov sabía esto desde el principio, y sólo necesitó de un pequeño experimento para demostrar que la emoción no necesariamente tenía que estar en el rostro en sí, sino en su encadenamiento con otros rostros u objetos. El ruso filmaba el rostro completamente inerte de Mosjukín (el grado cero de actuación, la misma emoción que uno puede tener un lunes a las ocho de la mañana, en trámites para sacar una cédula de identidad) y lo encadenaba con la imagen de un plato de comida, de una tumba, o de una mujer. El rostro era el mismo y ninguna de estas imágenes tenían un carácter por fuera de lo que concretamente eran, pero en su encadenamiento el espectador podía conferirle a aquel rostro encajonado en un primer plano la sensación de hambre, de enfermedad, o de deseo. La cosa se complica: un rostro nunca es solamente un rostro, es un rostro eslabonado en una larga cadena de significantes.
A diferencia del primer plano del rostro extático, atravesado por rayos divinos de Reneé Falconetti (una cantante de bodevil que, tomando el papel de Juana de Arco, quedaría inmortalizada en la historia del cine –y a la vez, sufriría su maldición, ya que sería la única película que llegaría a hacer), el rostro de Liv Ullmann y Bibi Andersson en Persona son casi su contraparte. El título que se le ocurrió a Bergman no podría haber sido más justo, porque Persona es, en sus orígenes etimológicos, la máscara. “Muéstrame tu máscara y te diré quién eres”?. Así como al comienzo cuesta enfocar el rostro que el niño acaricia, en la medida que se nos exponen los rostros en primer plano de la terapeuta y su paciente, cada vez estamos menos seguros de quién es quién. Es ese mismo rostro con el que prefiere quedarse Bergman cuando una de las protagonistas relata una orgía de la que formó parte. Tal como dice el lacaniano Slavoj Zizek en este video que se puede ver abajo, cualquier director no hubiese podido resistir la tentación de un flashback, para dejarnos a todos contentos con una teta, un rostro de éxtasis, o un labio mordido registrado por la cámara. Pero a Bergman no le tiembla el pulso, el sabe que lo real, toda la verdad –tramposa, equívoca- está ahí, en aquel rostro trepidante recordando esa escena.
El caso de Cassavetes es casi opuesto. En sus rostros, en sus primeros planos erráticos, recortados, no hay pasadizos secretos, vemos las emociones humanas, los afectos, por así decirlo, disputándose en la superficie lisa del rostro. Frente a Rostros (1968), el de cualquier otro personaje captado en cámara parece estriado, cuadriculado. Nunca se habían registrado risas tan contagiosas, provenientes de cuerpos que parecían estar perpetuamente al borde de su desintegración. Es ese estado de masa crítica en el que podemos ver la cualidad del rostro cassavetiano como un rostro intensivo, que por momentos osa escapar cualquier máquina abstracta de rostrificación. “El rostro no tiene nada que ver con objetos parciales, sino con velocidades diferenciales”, y esto es algo que parece tener bien claro el cineasta greco-norteamericano.
Para terminar con lo que sería las películas elegidas del ciclo, Tape (Richard Linklater, 2001) es el punto donde el primer plano deja de ser la válvula de escape de todo lo comburente del rostro, convirtiéndose en una trampa, un callejón sin salida. Dos amigos se juntan en el cuarto de un hotel y uno de ellos llama a una tercera, una amiga con la que uno de ellos mantuvo relaciones mucho tiempo atrás. Ese cuarto de hotel se convertirá en la habitación sartriana de A puertas cerradas, un infierno donde todos los rostros, constantemente enmarcados en agobiantes primeros planos, comienzan a quitarse capas, como una cebolla, hasta quedar desollados vivos, sólo con sus verdades –o sus mentiras, sus subterfugios. Mientras que el primer plano de Persona se incorporaba a la noción opaca de máscara, el de La pasión de Juana de Arco al de ícono, y el de Rostros al campo liso sobre el que se arrastran intensidades, el de Tape es el de una superficie de inscripción material, una cárcel, o un escalpelo. La película dura apenas una hora y uno termina exhausto, prácticamente no quiere ver a la persona de al lado, solo quiere depositar su mirada en objetos, un cenicero, una hoja de un árbol, un banco.
El propósito de este ciclo es señalar las polisemias que despierta el primer plano, el rostro como campo de batallas semióticas. No es, de modo alguno, un intento de historia del primer plano, mucho menos del rostro en sí. Porque la historia se está jugando constantemente, pero nunca de un atrás para adelante. A cada momento se reactualizan los diferentes tiempos del rostro. El primer rostro mudo de Falconetti puede ser el rostro de una mujer promocionando depiladoras en un cartel gigante de 18 de julio. El rostro inerte de Mosjukín también es, por momentos, el de Jean Seberg en A bout de soufflé, o el de Thom Yorke en el videoclip No surprises. Tenemos el rostro compungido, sudoroso, lleno de flujos corporales de Jacques Brel en Ne me quitte pas, tenemos los dos ojos claros, duros, completamente abiertos de Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes como esa alteridad radical, un rostro que no se puede atravesar, que es casi una mera superficie donde se proyectan nuestros terrores. Y tenemos el rostro de actrices pornográficas esperando recibir un cumshot, o el de la prostituta representada por Anna Karina en Vivir su vida, llorando en un cine al ser atravesada por los rayos divinos que despierta, nuevamente, el rostro de Falconetti. Todo es un viaje de ida y de vuelta, y todo se escribe y se sobrescribe, en ningún otro lugar que en los rostros
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