viernes, 20 de agosto de 2010

La pasión de Juana de Arco (Carl Theodor Dreyer, 1928)


Juana de Arco ha sido retratada un montón de veces en el cine, y de cierto modo ya se ha convertido en uno de sus mitos más recurrentes (tiene de cuarenta películas inspiradas en éste). La historia es más o menos conocida por todo el mundo, aunque las representaciones varían, algunos haciendo hincapié en el delirio religioso y los paralelismos de La doncella de Orleans con la pasión crística (ojo, no estamos citando a la película gore de Mel Gibson), otros intentando elevar a Juana de Arco a dimensiones similares a la de ícono pop, otros despojando al juicio que la llevó a la hoguera de todo su aspecto emocionalmente intenso y redentor, por un sistema burocratizado, silenciado y perversamente ordenado (como el caso de Bresson).
A pesar de su impronta, casi por así decirlo, arquetípica, un detalle curioso es que prácticamente ninguna de las versiones de Juana de Arco tuvo éxito. Incluso, hay una cuestión más cercana a la maldición, que ha perseguido a la mayoría de las actrices que interpretaron el papel: Jean Seberg, jovencísima cuando interpreto el rol (dirigida por el tirano Otto Preminger, luego de quedar en uno de los castings más exageradamente mediatizados de la historia del cine), tuvo que cargar en sus flacuchos hombros el peso del fracaso comercial que significó la película -y la ira de su director; sin embargo, el rape de su pelo terminó sirviéndole, actuando en Bonjour Tristesse (también de Preminger) y siendo dirigida por Godard en una de las películas más significativas de la historia del cine, A Bout de souffle (en la que su pelo cortito, justamente la convirtió en un ícono de la modernidad). Más allá de este éxito, como si fuera marcada por la cruz, Seberg en los próximos años tendría que soportar la presión del FBI (que la investigaba por su apoyo a las Panteras Negras), un aborto espontáneo y romances autodestructivos, cocktail molotov que terminó llevándola al suicidio (haciéndola la Juana de Arco más desgraciada de toda la lista). En un nivel parecido (pero no a esa altura de martirio) está Ingrid Bergman, dirigida por Victor Fleming, cuya actuación en Joan of Arc (1948) marca uno de sus mojones más utilizados en cuanto a su decadencia fílmica. La lista sigue, y entre muchas otras mujeres con desenlaces complejos, encontramos a Maria Falconetti, protagonista de La pasión de Juana de Arco (1928), dirigida por Carl Theodor Dreyer. La película ya es un hito en la historia del cine, siendo considerada por muchos la mejor película que se haya hecho (de hecho, es, junto a El ciudadano Kane (Orson Welles) y El acorazado Potemkin (Sergei Eisestein), una de las películas que más veces encabezan dicha lista. Sin embargo, aún contando con lo que se convertiría con el paso del tiempo, los logros de dicha película no pudieron redimir a la pobre Falconetti de la cruz maldita que debía cargar. Siendo considerada por muchos (también) la mejor actuación femenina de la historia del cine, La pasión de Juana de Arco es la única actuación de aquella mujer que había sido arrastrada de un cabaret, para actuar, rapada y sin maquillaje en la película más insigne de Dreyer. Después de la película no se sabe mucho de ella, sólo que se fue a Buenos Aires, donde murió al poco tiempo por un desorden alimenticio.
Otro aspecto interesante, es la actuación de Antonin Artaud, en posiblemente su papel más conocido y citado.
Aún considerándolo un film algo pesado para el espectador usual de salas comerciales (es una película muda de más de dos horas de duración) asistir a una función de La pasión de Juana de Arco es una buena oportunidad para presenciar un trozo importante de historia.

jueves, 12 de agosto de 2010

Faces (John Cassavetes, 1968)

Faces, de John Cassavetes es un hito en la historia del cine norteamericano (y por extensión, mundial). Fue posiblemente la primer película notoriamente por fuera del aparato de distribución de las grandes industrias que adquiriera notoria popularidad entre el mundo mainstream, y su estreno se ganó tres nominaciones a los premios de la Academia, colocando a el director greco-americano en la mira de la crítica especializada (siendo el puntapié inicial para otras joyas como Una mujer bajo la influencia, Maridos y Esposas y Love Streams). Sin embargo, el verdadero punto dinamitador de Faces se encuentra en la película misma. Nunca antes en la historia del cine se habían registrado conversaciones como las que se desarrollaban en el film. Anécdotas elípticas, risas, borracheras, charlas circulares de las tres de la mañana, de lo que se hablaba en Faces iba más allá del realismo, tocaba una fibra que nadie había percibido o molestado en mostrar hasta la fecha (ni el neorrealismo italiano, ni la escuela de la Actor's Studio).
Considerar la actuación en las películas de Cassavetes desde un lente realista es un error. El director no intenta hacer un acto mimético con la realidad, lograr que los personajes se muestren "tal como son en la vida real". Por más que se libra de las almidonadas poses guiadas por el diálogo del cine norteamericano, Cassavetes busca en la actuación algo que va más allá de las emociones, como una segregación producida por las emociones expresadas a su grado de paroxismo. Sus personajes ríen y lloran, gritan, aman y putean como ningún otro personaje lo había hecho antes, y esto se logra por un marco referencial común, que no es actuación, sino performance. Porque a Cassavetes no le interesa el sentimiento (sentimiento como expresión y substrato del alma de una persona), sino el afecto, las intensidades. En esta militancia sobre las intensidades, Cassavetes utiliza como elemento de desterritorialización el rostro. El rostro que se crispa, el rostro que llora y que se hablanda, que ya no es la Máscara griega (la misma que está etimológicamente anudada a la noción de "Persona"), sino mera superficie sobre la que circulan flujos diversos.
Sea por intereses estéticos o técnicos (cualquier estudiante de teatro podría encontrar en Faces uno de los mejores ejemplos de la actuación en el cine llevada a otro rango de expresión) o la temática misma que encierra el film: la disolución de la vida amorosa, la alienación de los grandes suburbios (Faces, de Cassavetes y Who's affraid of Virginia Woolf, de Mike Nikols -las dos estrenadas en tiempos similares, han servido como espejo, o respectivamente la cara esquizo y neurótica de la desintegración de la vida en pareja), el tiempo, la vejez.
De todo eso habla Rostros, o mejor dicho, de todo eso son hablados esos rostros que vemos en la pantalla

Sinopsis de la película (cortesía de AvaxHome)
La desintegración del matrimonio está diseccionada en Faces, de Cassavetes. Filmada en un formato de 16 milímetros que marca el contraste en blanco y negro, el films sigue los fútiles intentos de capitan de industria, Richard Frost, y su esposa, Maria, de escapar en los brazos de otros a la angustia de su vació matrimonio . Actuada deslumbrantemente por Genea Rowland y Seymour Cassel (dos fijas en las películas de Cassavetes), Faces contronta la alienación suburbana y la guerra de los sexos con una brutal honestidad y compasión raramente conjugada en el cine


martes, 27 de julio de 2010

Tape (Richard Linklater, 2001)



Inspirada en la obra teatral de Stephen Belber (cuya adapatación rioplatense estuvo en cartel en el Teatro Circular, unos meses atrás), Tape es la historia de dos viejos amigos que se juntan en una minúscula habitación de hotel para revivir viejos tiempos. Fiel a la marca de films intimistas, la película irá revelando sus garras en la medida que la atmósfera nostálgica y cordial que uno podría pensar (y que se percibe a los comienzos del film) se va desmoronando, hasta el punto de colisionar, como si fuesen dos trenes contrapuestos en un mismo raíl, las existencias de sus protagonistas.

El presente de los dos amigos no puede ser más opuesto: John (Robert Sean Leonard) es un emergente director de cine (esta por recibir un importante premio en la ciudad que se está hospedando), siempre políticamente correcto y con cierto aire autosuficiente que raya en lo pedante; la vida de Vince (Ethan Hawke) es más incierta: trabaja como aprendiz de bombero y no tardamos de descubrir cierta dependencia a las drogas que se convierte en una especie de cocktail molotov cuando la combina con su inestabilidad emocional –por más que aparente ser un personaje sin rumbo, no podría asemejarse, en ningún registro, a los bellos perdedores de Slacker (ópera prima de Linklater)-. Más allá de este terreno de conflicto, la contienda se va a librar, no en el presente, ni siquiera en la misma habitación, sino en el pasado, el pasado sometido a revisiones, entrecomillados, disecciones y reescrituras.

El presente es fugaz y el futuro incierto, es el pasado sobre lo único que se puede actuar.

Es en este punto donde entra un tercero, Amy (Uma Thurman), el último engranaje que va a mantener en movimiento esa máquina que por momentos no parece conducir a otro lugar más que a su misma autodestrucción.

Richard Linklater tuvo un meteórico ascenso a la fama (por lo menos dentro de ciertos círculos) con su film Antes de amanecer (1995). En el mismo, además del papel protagónico de Ethan Hawke, hay varios elementos que se van a poder percibir en Tape: la absoluta confianza en un libreto que permite a los actores introducir pequeñas improvisaciones que se asientan en un particular naturalismo concentrado en sus conversaciones; encuentros y desencuentros de personajes mediados por los relatos de un pasado que es desconocido (o parcialmente conocido) por el espectador y ambos personajes; los ínfimos detalles concentrados en ocurrencias o referencias culturales que se amplifican y redimensionan a lo largo que se desarrolla el film. Sin embargo, en un punto específico, técnico, se encuentra la sustancial diferencia que hará a Tape casi el reverso de Antes del amanecer. Mientras que la segunda sigue a dos personajes desconocidos entre sí, en una alternancia entre primeros planos y planos generales que alternan entre la belleza de sus protagonistas y la de la ciudad que ninguno de los dos conoce, en Tape la proximidad nerviosa de la cámara al hombro alterna entre los rostros de los personajes, manteniéndose en primeros planos que generan una sensación de asfixia muy particular, como si el ya de por sí chico espacio de la habitación se redujera, como en un juego de matrioshkas sucesivas, en una agobiante cárcel cuyos barrotes no son otros que los rostros de sus protagonistas. La comparación entre habitación de hotel y cárcel se hace evidente y hace recordar a no otra obra que A puertas cerradas, de Jean Paul Sartre. La única diferencia, es que, más que estar en el infierno, los tres protagonistas se hallan en el purgatorio de un recuerdo compartido, en el que nunca se sabe a quién se le conferirá el papel de juez, jurado o ejecutor. Quizás es justamente sobre nosotros sobre quienes recae tal particular responsabilidad, siendo esta una de las razones de lo extenuante física, ética y emocionalmente que resulta la película. Es en este ambiente irreal, donde el rostro en su sobreexposición deja de encarnar la clásica metáfora de “ventana del alma” y se vuelve algo ominoso, persistente, como si más que un rostro, algo humano, señalara un límite que se va haciendo cada vez más presente.
Uno termina de ver Tape y se siente extenuado, como si hubiese sido secuestrado en la misma habitación de hotel que se encuentran los protagonistas. De tanto ver los rostros de Hawke, de Thurman y de Leonard, uno necesita volver al botiquín del baño y ver en el espejo de que uno sigue siendo el mismo

viernes, 23 de julio de 2010

Ciclo: Julio- Primer Plano (todos los viernes 21:00 hs en cantina)


La luz de un proyector que deja ya no desemboca en una pared y se dirige directamente a la cámara, como tomándonos como pantalla, encegueciéndonos. La linterna mágica, el dibujito de una mujer que enjuaga y vuelve a enjuagar, como en loop, en un río, una prenda de vestir. Una oveja es degollada y sus ojos muertos bien abiertos miran al vacío, casi anticipándonos a su cercenamiento, como si tuviésemos en nuestro poder la navaja que blandía Luis Buñuel en Un perro andaluz. El ojo-animal, el ojo-luna, el mismo ojo que nos mira y que ahora se convierte en la araña-Dios, quizás la misma de Detrás de un vidrio oscuro. Todas estas imágenes van sucediéndose hasta culminar en la de un escuálido niño que se levanta de una cama fría y se dirige hacia una figura borrosamente proyectada sobre una pantalla. La imagen va tomando forma y nitidez, hasta que reconocemos el rostro de una mujer. El niño sólo puede intentar acariciarla, no sabemos –ahora ni al final de la película- quién es esa mujer para él. Sólo vemos su anhelo, el intento de tocar aquel rostro y la misma impenetrabilidad tenaz del mismo.
La película en cuestión es Persona, y en ella Bergman plasmaba, como muy pocos psicoanalistas han logrado ese momento de despersonalización entre un terapeuta y su paciente, ese momento donde ya no sabemos si nuestros sueños son nuestros, o si somos soñados por la misma persona que está frente a nosotros. Pero Persona no es tanto (o, mejor dicho, “no es sólo”) una película sobre la locura, o la religión, o la otredad. Persona es una película sobre rostros, sobre el poder de un rostro, sobre lo que puede un rostro, sobre los límites de un rostro, sobre la eterna pregunta de si un rostro es justamente “uno”.
Aún considerando las genialidades de Bergman, tal como la muerte, o la existencia de Dios no son problemas que los haya empezado el sueco, tampoco lo es el asunto del rostro. Porque un rostro es mucho más que una cara, ni que hablar que una cabeza. Tal como dicen Deleuze y Guattari en Año Cero- Rostridad, “incluso humana, la cabeza no es forzosamente un rostro. El rostro sólo se produce cuando la cabeza deja de formar parte del cuerpo, cuando deja de estar codificada por el cuerpo, cuando deja de tener un código corporal polívoco multidimensional –cuando el cuerpo, incluida la cabeza, está descodificado y debe ser sobrecodificado por algo que llamaremos Rostro” (p.174). Lo que hace a una superficie un rostro (fíjense que ya ni estamos hablando de nariz y boca, caras humanas) es la conexión con otros estratos, como el de significancia y subjetivación. En este sentido, los rostros no quedan estancos como la mera materialización de la esencia –ese verso del “espejo del alma humana”- sino como un terreno perpetuamente sometido a disputas, a territorializaciones y desterritorializaciones, sobrecodificaciones, agenciamientos, gradientes.
El rostro en la Antigua Grecia todavía no había partido de los procesos de rostrificación que determinarían su forma en occidente. Era una máscara que en cierto punto todavía no se desligaba mucho del devenir animal del que suelen hablar Deleuze. Es recién con la religión cristiana que el rostro adquiere otro estatuto. “Dios nos creó a imagen y semejanza”, y nuestro rostro expresa la misma esencia divina. “La representación del hombre cristiano deja de lado la búsqueda de la armonía de las proporciones del cuerpo, a la que había llegado el arte griego, y se concentra, por el contrario, en la parte más interior de la apariencia exterior, en el rostro” (Jacques Aumont, El rostro en el cine). El rostro adquiere dimensiones, no sólo espirituales, sino políticas. La iconografía bizantina, con sus Cristos implacables, mirando hacia delante, con rostro severo es un modelo radicalmente distinto al Jesús crucificado, el Jesús bondadoso, ensangrentado, “pobré, el Jesús”. La frontalidad adquiere otro estatuto: Judas, el traidor, en La última cena, es el único que es captado de perfil, como si no quisiese dar la cara, como si fuera una foto de esas conocidas planchas policiales. Renacentismo, Clasicismo, Impresionismo, Expresionismo, Modernidad, Posmodernidad, el rostro no es tanto reflejo del mundo, sino campo de batalla en donde se libran las luchas ontológicas, disciplinarias e ideológicas de lo que se supone que es un hombre.


Es en estas circunstancias que sería ingenuo pensar que un agenciamiento como el cinematógrafo no generara sus propias transformaciones, sus propias líneas de fuga. Ante todo (y siguiendo uno de los principales puntos, por así decirlo, epistemológicos del cine, es decir, el de su “especificidad”), el cine es imagen-movimiento, y está en este último detalle lo que diferencia al cine de las demás artes. El cineasta Jean Cocteau dijo una vez, que el cine es el único arte o dispositivo que puede fotografiar a la muerte. Precisamente, es el tiempo la esencia última de la muerte, la capacidad de verla esculpir lentamente su obra sobre el rostro humano (como esas escenas en cámara lenta, o de adelante hacia atrás en su película Orfeo). Es el cinematógrafo lo que puede registrar una sonrisa. No una sonrisa en su estado último, sino en su proceso, en la explosiva e inconsciente complicidad de ciento y pico de músculos. “Si el rostro vale por dos rostros, superpuestos o fundidos uno en otro, es igualmente múltiple en un sentido muy diferente, ya que es capaz de expresar varios sentimientos a la vez. Hay una polifonía del rostro, porque éste expresa “acordes” de sentimientos, en el sentido musical de la palabra (…) el rostro cinematográfico puede decir varias cosas a la vez, ya que al actuar en el espacio y en el tiempo no está condenado a la linealidad de una escritura” (J.Aumont, p.85). Es con este último punto que a la particularidad de la imagen-tiempo, se le suma el otro punto de especificidad del cine –tomado de las artes pictóricas, pero transformado en algo completamente diferente- que es el del plano. Es a través del plano –y más que nada, a través del Primer plano- que el cine se distancia drásticamente del teatro. En el teatro, por cuanto se haga hincapié en algún aspecto cortante y fugaz del mismo, siempre está todo sometido a la puesta en escena. Con el montaje y el plano la cosa cambia y también las actuaciones. Hay algo inherente y obvio al plano, que es que el actor actúa mediatizado por la pantalla. A diferencia del actor teatral, que tiene que ser oído por una masa ligeramente heterogénea de personas colocadas a una distancia estimable del escenario, el actor es ayudado por los intertítulos –antes del sonoro- o por los mismos altavoces del cine. El actor ya no necesita declamar, puede murmurar, musitar, silbar bajito, porque el director nos muestra lo que quiere que veamos.
Sin embargo, pensar una equivalencia cine = verdad es una trampa en la que muchos han caído (una relación teatro/cine igual de equívoca que pintura/fotografía). Más allá de que el teatro puede y suele apoyarse en elementos analógicos más que el cine (“este árbol representa un bosque”; algo de lo que no suele hacer mucho uso el cine), el creer que el rostro queda simplemente en un registro de lo real, como si la fotografía fuese mera mimesis de la realidad, es puro artificio. Fundamentalmente, hay un cambio radical en el pasaje del cine mudo al sonoro. En el cine mudo el rostro, el primer plano estaba atravesado por fuerzas semióticas, cada gesto intentaba significar algo, los músculos estaban disueltos en una actividad constantemente significante (como ejemplo de esto puede citarse a La pasión de Juana de Arco, película de Carl Theodor Dreyer que ha sido incluida en este ciclo).

El rostro del cine hablado se domestica completamente a la voz. Los primeros planos son más fugaces, e intentan vehiculizar una emoción que va más allá del rostro, que es del cuerpo, o más que del cuerpo, del personaje. En el mudo el rostro tenía una especificidad inherentemente pictórica, como un fetiche, o como el Cristo icónico de las iglesias bizantinas. Algo que no simboliza, que es en sí mismo. Hay un quiebre entre realidad y representación, es algo que ya de por sí está produciendo. Con la palabra esto se quiebra y el rostro sencillamente se tiene que ajustar a la realidad o a las necesidades del tipo, sea Marlon Brando, sea Cary Grant, sea Audrey Hepburn, sea Marilyn Monroe. Los del Actor Studio, los discípulos del método Stanislavsky de teatro, no sólo trazan reglas sobre cómo tiene que expresarse un rostro, sino qué ropa debe usar el personaje, qué peinado, qué acento, qué pasado específico lo atormenta. El rostro sólo es un trámite, un eslabón más en la línea expresiva sobre el mensaje que se quiere emitir (ver los primeros planos más fugaces, completamente dominados por el diálogo del cine de oro estadounidense)
Pero todo esto es una trampa. Kulechov sabía esto desde el principio, y sólo necesitó de un pequeño experimento para demostrar que la emoción no necesariamente tenía que estar en el rostro en sí, sino en su encadenamiento con otros rostros u objetos. El ruso filmaba el rostro completamente inerte de Mosjukín (el grado cero de actuación, la misma emoción que uno puede tener un lunes a las ocho de la mañana, en trámites para sacar una cédula de identidad) y lo encadenaba con la imagen de un plato de comida, de una tumba, o de una mujer. El rostro era el mismo y ninguna de estas imágenes tenían un carácter por fuera de lo que concretamente eran, pero en su encadenamiento el espectador podía conferirle a aquel rostro encajonado en un primer plano la sensación de hambre, de enfermedad, o de deseo. La cosa se complica: un rostro nunca es solamente un rostro, es un rostro eslabonado en una larga cadena de significantes.
A diferencia del primer plano del rostro extático, atravesado por rayos divinos de Reneé Falconetti (una cantante de bodevil que, tomando el papel de Juana de Arco, quedaría inmortalizada en la historia del cine –y a la vez, sufriría su maldición, ya que sería la única película que llegaría a hacer), el rostro de Liv Ullmann y Bibi Andersson en Persona son casi su contraparte. El título que se le ocurrió a Bergman no podría haber sido más justo, porque Persona es, en sus orígenes etimológicos, la máscara. “Muéstrame tu máscara y te diré quién eres”?. Así como al comienzo cuesta enfocar el rostro que el niño acaricia, en la medida que se nos exponen los rostros en primer plano de la terapeuta y su paciente, cada vez estamos menos seguros de quién es quién. Es ese mismo rostro con el que prefiere quedarse Bergman cuando una de las protagonistas relata una orgía de la que formó parte. Tal como dice el lacaniano Slavoj Zizek en este video que se puede ver abajo, cualquier director no hubiese podido resistir la tentación de un flashback, para dejarnos a todos contentos con una teta, un rostro de éxtasis, o un labio mordido registrado por la cámara. Pero a Bergman no le tiembla el pulso, el sabe que lo real, toda la verdad –tramposa, equívoca- está ahí, en aquel rostro trepidante recordando esa escena.


El caso de Cassavetes es casi opuesto. En sus rostros, en sus primeros planos erráticos, recortados, no hay pasadizos secretos, vemos las emociones humanas, los afectos, por así decirlo, disputándose en la superficie lisa del rostro. Frente a Rostros (1968), el de cualquier otro personaje captado en cámara parece estriado, cuadriculado. Nunca se habían registrado risas tan contagiosas, provenientes de cuerpos que parecían estar perpetuamente al borde de su desintegración. Es ese estado de masa crítica en el que podemos ver la cualidad del rostro cassavetiano como un rostro intensivo, que por momentos osa escapar cualquier máquina abstracta de rostrificación. “El rostro no tiene nada que ver con objetos parciales, sino con velocidades diferenciales”, y esto es algo que parece tener bien claro el cineasta greco-norteamericano.


Para terminar con lo que sería las películas elegidas del ciclo, Tape (Richard Linklater, 2001) es el punto donde el primer plano deja de ser la válvula de escape de todo lo comburente del rostro, convirtiéndose en una trampa, un callejón sin salida. Dos amigos se juntan en el cuarto de un hotel y uno de ellos llama a una tercera, una amiga con la que uno de ellos mantuvo relaciones mucho tiempo atrás. Ese cuarto de hotel se convertirá en la habitación sartriana de A puertas cerradas, un infierno donde todos los rostros, constantemente enmarcados en agobiantes primeros planos, comienzan a quitarse capas, como una cebolla, hasta quedar desollados vivos, sólo con sus verdades –o sus mentiras, sus subterfugios. Mientras que el primer plano de Persona se incorporaba a la noción opaca de máscara, el de La pasión de Juana de Arco al de ícono, y el de Rostros al campo liso sobre el que se arrastran intensidades, el de Tape es el de una superficie de inscripción material, una cárcel, o un escalpelo. La película dura apenas una hora y uno termina exhausto, prácticamente no quiere ver a la persona de al lado, solo quiere depositar su mirada en objetos, un cenicero, una hoja de un árbol, un banco.
El propósito de este ciclo es señalar las polisemias que despierta el primer plano, el rostro como campo de batallas semióticas. No es, de modo alguno, un intento de historia del primer plano, mucho menos del rostro en sí. Porque la historia se está jugando constantemente, pero nunca de un atrás para adelante. A cada momento se reactualizan los diferentes tiempos del rostro. El primer rostro mudo de Falconetti puede ser el rostro de una mujer promocionando depiladoras en un cartel gigante de 18 de julio. El rostro inerte de Mosjukín también es, por momentos, el de Jean Seberg en A bout de soufflé, o el de Thom Yorke en el videoclip No surprises. Tenemos el rostro compungido, sudoroso, lleno de flujos corporales de Jacques Brel en Ne me quitte pas, tenemos los dos ojos claros, duros, completamente abiertos de Anthony Hopkins en El silencio de los inocentes como esa alteridad radical, un rostro que no se puede atravesar, que es casi una mera superficie donde se proyectan nuestros terrores. Y tenemos el rostro de actrices pornográficas esperando recibir un cumshot, o el de la prostituta representada por Anna Karina en Vivir su vida, llorando en un cine al ser atravesada por los rayos divinos que despierta, nuevamente, el rostro de Falconetti. Todo es un viaje de ida y de vuelta, y todo se escribe y se sobrescribe, en ningún otro lugar que en los rostros



jueves, 22 de julio de 2010

Ciclo: Julio- Primer Plano [PROGRAMACION]



Persona (Ingmar Bergman, 1966) - 23/7
Tape (Richard Linklater, 2001) - 30/7
Rostros (John Cassavettes, 1968) - 13/8
La pasión de Juana de Arco (C.T. Dreyer, 1928) -20/8

Todas las películas, los viernes a las 21:00 hs, en Cantina de Facultad de Psicología (Udelar)